Renacer
- Cyndi Viscellino Huergo
- 13 jul 2020
- 2 Min. de lectura
Hacia tiempo que no se quedaba observando el oleaje con tanta vehemencia. La misma vehemencia que las olas parecían tener al chocar contra las rocas. Sentía los latidos tan fuertes en el pecho que estaba segura que la sangre saldría a borbotones por su boca, tiñendo de rojo borgoña el mar.
La presencia adoptaba forma de un caballo salvaje, de una negrura azabache brillante, acercándose al galope sin miras de detenerse. Se preguntaba en qué momento acusaría el golpe.
Se dio cuenta que no tenía idea de cómo montarlo para domarlo. De repente, reparó en que no podría, que su condición de salvaje era innegociable.
Llevaba una vida encerrado en las tinieblas.
Aún así se sabía preparada para lo que estaba por venir. Emprender la retirada no era parte de su estilo. Sabia ocultarse, eso sí, hasta vislumbrar alguna estrategia que le diera cierta ventaja o hasta que las cosas se vieran menos peligrosas. Después...después era inspirar profundo y tomar el toro por las astas. Pensó en ese momento que escaparse podría ser un nuevo aprendizaje. Después de todo, tal y como dice el refrán, soldado que huye sirve para otra guerra.
Pero esta había sido su guerra durante mucho tiempo. Largo tiempo. Inmemorial tiempo, si no fuera porque ya estaba recordando. Se sentía en las Cruzadas, intentando ganar terreno durante un siglo.
Venía preparándose para salir de la madriguera con ahínco y valentía, dando pequeños pasos esforzados. A veces la frustración, la incomprensión y el dolor le generaban una furia indomable, como el caballo. Aún así, no se le daba el rendirse.
Sabia que ya faltaba poco, que aparecería.
Todos, finalmente, sabrían que estaba allí. Y no cabrían dudas de ello.
Algunos pocos privilegiados (y atentos observadores) ya habían notado su presencia. Sus pequeños pies estaban dejando en la arena huellas que, misteriosamente, no se borraban con la caricia del agua en la orilla. Esos pasos causaban un profundo impacto en quienes las veían dibujando curvas en la playa. Tenían un cautivante efecto hipnotizador en quienes se tomaran el tiempo de detenerse a observarlas.
Pero no estaban allí para que sólo unos pocos las vieran, no señor. Estaba preparándose para la gran aparición, la que no le pasaría inadvertida a ningún ser que se la cruzara en su camino. Así, salvaje, confiada, imponente; una aparición que dejaría impávidos a los incrédulos y agradecidos a los creyentes. A ninguno, indiferente.
Hacía tiempo que no se quedaba observando el oleaje con tanta vehemencia. Conocía ese mar como nadie y, sin embargo, sentía que era la primera vez que lo veía. Las aguas se agitaban de modo imprevisible, dando cuenta de la vida que latía (como su corazón) fuerte en el centro de su existencia.
Estaba asustada.
Siempre da miedo nacer.
Inspiró profundo. El caballo se acercaba con la potencia de una locomotora a alta velocidad. Ella lo miraba de frente. No, no huiría. No, tampoco se ocultaría. Tampoco está vez tomaría el toro por las astas. Esta vez se quedaría parada allí, abriendo los brazos y el corazón, lista para la colisión.
Y explotaría, desintegrándose en millones de partículas para reintegrarse en quien siempre fue y olvidó.
Por fin, cumpliría su destino.
Cyndi Viscellino Huergo ®Todos los derechos reservados

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