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Agua que no has de beber...

  • Foto del escritor: Cyndi Viscellino Huergo
    Cyndi Viscellino Huergo
  • 6 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

¡Puf! Llovía por todos lados, por arriba, por abajo, por los costados. No alcanzaban los paraguas ni los pilotos, ni los autos ni los colectivos... ¿De dónde salía tanta agua? “Es el efecto hibernadero”, decía uno. “No, animal, hibernadero no, ¡invernadero!” “¡Pero si yo lo escuché a Nelson Castro cuando lo dijo!” “¡Vos escuchaste cualquiera!”

Ánimos acuosos, emociones a flor de piel.

Hacía tres meses que llovía sin parar. ¡Y eso que era abril! Los pobres que se tomaron las vacaciones en febrero y marzo ni siquiera fueron al mar, ¿para qué? Tenían el agua por todas partes. Se habían agotado pasajes para la Puna de Atacama y para safaris al Kalahari –ir al Serengeti era más caro-. Pero los aviones no despegaban.


¿Saben por qué?


¡Porque llovía! Por todos lados.

El agua caía sin cesar. Los truenos y los relámpagos, cansados de trabajar ininterrumpidamente, dejaron de aparecer. Cada tanto se escuchaba un “bbrrr” chiquito, como para dar el presente, pero no querían saber nada. Y la electricidad que recorría la tierra se había agotado, así es que ningún rayo saltaba para ningún lado. Alguna que otra chispa de vez en cuando, cuando alguien raspaba mucho un caño para destaparlo y generaba estática.

Pero el agua estaba feliz. Se metía en todos lados, no había rincón que no lograra alcanzar. Y entonces se enteraba de todo: Mabel, la del fondo del pasillo, estaba saliendo con el carnicero y como no podían encontrarse seguido debido a la lluvia, gastaban fortunas en teléfono. Robertito, el hijo más chico de Doña Elsa, se hacía el enfermo para faltar al colegio. Y Ester, la vecina libidinosa, aprovechaba para caminar en ropa interior por su cuarto con las persianas abiertas mientras colgaba la ropa mojada –¡toda la ropa que tenía!- al lado de la estufa de gas que prendía, aunque no hacía frío. Las vecinas se hubieran reunido en el barrio para hacer algo al respecto si no fuera porque la lluvia no las dejaba salir de las casas.

La gente ya ni extrañaba el sol. La lluvia era algo tan cotidiano y bienvenido que no recordaban cómo era la vida antes de ella.

Y entonces, sucedió una mañana. A las 7.00 a.m. Cuando la mayoría se estaba preparando para sus tareas, se quedaron petrificados.

Silencio. EL silencio.

No caía una sola gota de agua en la calle.

Había dejado de llover.


El sol estaba asomando con un rayo tímido pero intenso y brillante. Y estaba contento, eh, porque hacía mucho que no los veía ni a Mabel, ni a Robertito, ni a Ester.

Ellos se asomaron mirando al cielo y no lo podían creer. ¿A dónde se habían ido las nubes? ¿Y la lluvia, que sabía todos sus secretos?

El sol, que los miraba fijo, se dio cuenta que algo raro estaba pasando. Sus caras tenían un brillo especial refulgiendo en sus mejillas. Él venia a iluminar sus días, a iluminar sus sombras, a iluminar sus almas.


De repente, sintió vergüenza y se escondió detrás de una nube pequeñita que corría por el cielo. Tal vez el cambio había sido muy brusco para ellos.


Se dio cuenta que el agua no los abandonaría por un tiempo. Había visto las lágrimas que corrían por sus mejillas. Sabía que eran de alegría por su regreso. Pero también de tristeza. La lluvia ya no se enteraría y lavaría sus secretos.


Les tomaría un tiempo volver a adaptarse a esa nueva normalidad.


Cyndi Viscellino Huergo ®Todos los derechos reservados

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